El infierno de los jemeres rojos by Denise Affonço

El infierno de los jemeres rojos by Denise Affonço

autor:Denise Affonço [Affonço, Denise]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Historia, Crónica
editor: ePubLibre
publicado: 2005-01-01T00:00:00+00:00


Reorganización y fatalidad

DESDE que comenzó nuestro éxodo, estábamos completamente apartados del mundo. Todo estaba bloqueado, no nos llegaba ninguna noticia del exterior. Ni siquiera sabíamos qué ocurría en el interior del país, desconocíamos las decisiones políticas de los dirigentes y la postura de otras naciones hacia el país en el que vivíamos.

No obstante, en nuestra estrecha prisión, notábamos, o más bien sentíamos, los cambios en los comportamientos de nuestros carceleros y también las consecuencias, a menudo dramáticas, sobre nuestra vida cotidiana.

A finales del siniestro año de 1976, los jemeres rojos habían preparado una gran reorganización. Todos los pueblos se reagruparían para formar sahakârs (cooperativas); cuatro sahakârs constituían un sangkat (barrio) y seis sangkats, un daumbaung (distrito).

En cuanto a nosotros, los pueblos de Ta Chen, Ta Svay, Ta Krak y Ta Lim formaban un sahakâr, a cuyo frente había un jefe, que se llamaba Ta Man y era un yauthea sin piedad. Los sahakârs de Phnom Leap, Loti, Mean Doul y Prey Chou constituían el sangkat de Phnom Leap, que formaba parte, con otros cinco, del daumbang número 5, situado en la provincia de Battambang. A partir de entonces, si me preguntaban mi lugar de residencia, debía responder: sahakâr Loti, sangkat Phnom Leap.

Ta Chen, Ta Svay, Ta Krak y Ta Lim fueron relevados de sus funciones como jefes del pueblo. Las reservas de arroz, sal, azúcar y pescado se almacenaron en casa del déspota Ta Man, que las gestionaba con la ayuda de un peanich (almacenista).

La ración de arroz no mejoró con la reorganización… Al mediodía y por la noche, teníamos derecho a nuestro cazo de sopa, del que solo podíamos repescar una cucharada sopera de arroz. Sin embargo, Ta Man nos hizo hermosas promesas: «Paciencia, queridos camaradas, el año que viene tendréis derecho a tres comidas al día y comeréis arroz sólido».

Contradiciendo esos atractivos discursos, el año siguiente, como era de suponer, nos faltó de todo.

Otro gran cambio, a partir de enero de 1977, fue la cocina, que quedó abolida. Dejaron de repartirnos boniatos, mandioca, pescado seco, y todos los que tenían arroz debían entregárselo al jefe del pueblo. Imperaba la prohibición absoluta de cocinar cualquier cosa, con excepción del agua que bebíamos y la sopa que estábamos autorizados a preparar con las plantas recolectadas entre la maleza, pero hervir arroz era un delito severamente castigado: si lo poníamos en una olla, es que lo poseíamos, y si lo poseíamos, era porque lo habíamos robado…

¡Angkar cocinaba para nosotros! Una cantinera llevaba directamente un «tentempié» a los trabajadores, a los campos. Y para los pocos ancianos y niños que quedaban en el pueblo, la primera comida de la mañana se distribuía a las diez o las once. Cuando sonaba la campana, se precipitaban con una tartera y una cuchara bajo un refugio llamado «sala de comidas». La cocinera (generalmente la mujer del jefe del pueblo) les repartía un tazón de arroz sólido, una ventaja de la época de la cosecha que se apreciaba en su justo valor.[33] Después grandes y pequeños



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